EL DARRER NÚMERO DE LLETRES VALENCIANES, REVISTA DEL LLIBRE VALENCIÀ, INCLOU UNA CRÍTICA DE MIGUEL CATALÁN A L’OBRA DE GIUSEPPE CAPOGRASSI
Del amor perenne
Pensaments per a Giulia recoge una selección de las cartas que Giuseppe Capograssi, teórico católico del derecho, escribió en su juventud a su novia Giulia Ravaglia. El valor principal de este epistolario redactado desde 1918 hasta 1924 es el despliegue de la espiritualidad de un joven que todo lo fía a su amor por Giulia, amada que termina consustanciándose con la figura de Dios en una asimilación con ilustres precedentes en la literatura italiana.
En su primera juventud, desde los diecinueve a los veinticinco años, el asesor jurídico y teórico del derecho italiano Giuseppe Capograssi (Sulmona, 1899–Roma 1956) escribió una carta cada día a su novia Giulia Ravaglia. La copiosa correspondencia, de la que este libro recoge setenta y cuatro cartas, terminó en 1924, la víspera de la boda. El final es sintomático del sentido mediador de la palabra escrita: «Pongamos el punto final. Mañana la palabra santa del Señor (…) abrirá para nosotros una vida nueva. No quiero escribir nada más».
Capograsssi, que a los diecinueve años resurge de una profunda crisis existencial, encuentra la salvación a la vez en Giulia y en Dios. El lector pronto advierte que el joven, a fin de evitar el dolor que le produce el mundo de los hombres, crea una campana neumática en la que sólo caben tres personas: Dios, Giulia y él mismo. La amada Giulia, en efecto, se consustancia con la figura de Dios, como enviada y ángel guía, en una asimilación con insignes precedentes en la literatura italiana, en especial la Laura de Petrarca y la Beatriz de Dante. «A menudo el mundo considera afortunado al hombre que tiene muchos golpes de suerte», escribe Capograssi. «Como de costumbre, el mundo se equivoca. Afortunado es quien consigue ver reflejado su ser en el ser de otro espíritu». El resto de seres queda fuera ocupando un espacio opaco, ruidoso, agresivo, incapaz de oír el canto ligero de las golondrinas en la mañana primaveral de Roma, inepto para sentir la inmensa paz del cielo estrellado que cada tarde Giuseppe aspiraba junto a su novia en la colina de Trinità dei Monti. Entre esa atmósfera de hombres insensibles y la esfera de la tríada espiritual sólo queda la fina membrana de la naturaleza expuesta por Dios y algunos espacios de silencio en las iglesias de Roma: San Giovanni dei Fiorentini, Santa Maria de la Pace… Cuando el guirigay de la calle se desvanece en el templo, sólo queda el bendito silencio.
Esta estrategia de salvación instintiva (no hay astucias de la razón, sino astucias del instinto que utilizan a la razón) pasa por simplificar los problemas en una suerte de estoicismo trascendente. El amor total de Capograssi lleva a la remisión del tiempo y a la abolición del espacio: «Amo la soledad, pero la soledad con Dios y contigo». Dentro de ese espacio místico, todo es paz, amor, dicha infinita y fe en la gloria eterna; fuera de él queda lo siniestro, lo superficial, lo estridente que ha de morir, ejemplificado en las tumultuosas estaciones de tren donde nadie vive ni se detiene. Como ocurre con las visiones de Teresa de Lisieux, que viajará por la tierra entera sin salir de su celda, la lectura de este epistolario de Capograssi, pese a las inevitables reiteraciones de un universo tan pequeño, es muy grata, pues, a la par que mínimo en extensión, ese universo es máximo en intensidad. Esta edición de algunas cartas de Capograssi que nos ha entregado Manuel Lanusse permite entender la honda espiritualidad de un hombre que se propuso vivir en la tierra «como en un sueño».
Miguel Catalán, Lletres Valencianes núm. 27, pp. 102-103
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